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21 mayo 2010

OPINIÓN: El principal desafío de la economía no es acertar la receta, sino lograr que se entienda el problema


21-5-2010 - Todavía son muchos los habitantes de este país que creen que la Argentina está "condenada al éxito" y que los problemas se solucionan cambiando de doctor o de remedio. Desestimar la importancia de los ciclos implica actuar como si la bonanza de hoy fuese eterna. Desde 1823, hubo 28 episodios de crisis, de los cuales 17 ocurrieron luego de períodos de persistente

A la economía se la juzga como si fuera una ciencia exacta, pero es tan humana como la medicina. El mundo siente que la sufre, aunque nadie ha podido reemplazarla como disciplina organizadora de las fuerzas productivas. En la Argentina todos hablan de ella como usuarios: la entronizan como servicio público administrado por el gobierno de turno, y la someten a todo tipo de mandatos: asegurar el crecimiento del país, reducir la pobreza, mejorar el ingreso de sus habitantes, etc. Y al mirar para atrás los 200 años de historia que asumimos como propios, son muy pocos los que se sienten conformes con ese recorrido.

El Bicentenario es, sin duda, un buen momento para desarrollar juicios críticos. Porque todo proceso histórico desarrolla un rumbo, aunque ese sendero muy pocas veces coincide con el deseado. Lo que deja a la vista esta situación es la particular dificultad que tienen muchas sociedades (entre ellas la nuestra) de generar un consenso colectivo previo, que además se adapte a las potencialidades reales de la Argentina.

¿Corresponde poner a la economía en el banquillo de los acusados en el marco del revisionismo bicentenario? A priori, este juicio parece excesivo. Pero también puede resultar una buena oportunidad para hacer un balance de las respuestas que supo dar esta disciplina, a la luz de la forma en la que fueron entendidos y abordados los problemas.

Para empezar, hablamos de evaluar principios que afectan el funcionamiento del Estado, pero que el Estado no se preocupa por enseñar. La economía aparece como una foto anexa en determinados capítulos de la historia argentina, aunque poco profundizada. Y cuando en el nivel de educación primaria o secundaria se estudian las reglas del sistema de gobierno, recibe mucho más énfasis la difusión de los derechos que la enseñanza de las obligaciones. Es difícil encontrar un joven de 18 años (legalmente apto para elegir un Presidente) que tenga una noción de qué es el IVA, cómo se financia un municipio o una provincia, o cómo se determina el costo del dinero que presta un banco.

Algunos de estos temas pueden ser considerados técnicos. Pero es innegable que desconocer los conceptos básicos sobre el funcionamiento de la economía altera las expectativas de la población, e incluso influye en la elección de los gobiernos, así como en su posterior respaldo.

El problema no termina ahí. La dirigencia política tampoco suele tener una cabal comprensión de las variables que afectan a los escenarios macroeconómicos, un factor que le resta efectividad a sus propias decisiones. Esta formación deficiente hasta puede inducir a tomar remedios que terminan siendo peores que la enfermedad, por desconocimiento de sus efectos colaterales o sus contraindicaciones. Algunos hasta interpretan que a los políticos no les interesa el largo plazo y que por ello ejecutan medidas que maximizan su resultado inmediato, sin importar qué tan perjudicial sea su impacto dentro de 10 años. La diferencia no es menor: es equivalente a la que existe entre la mala praxis y el daño doloso.

Ciclos

Una noción que aún no está cabalmente instalada entre la población es la existencia misma de los ciclos económicos, algo que forma parte del abecé académico pero que el inconciente colectivo argentino parece no registrar, ya que ha sido moldeado a fuerza de frases vacías como "con una cosecha nos salvamos" o "estamos condenados al éxito".

Muchos compatriotas creen que por la abundancia de sus recursos naturales y la alta calidad de su capital humano, entre otras ventajas comparativas, la Argentina está destinada a crecer en forma ininterrumpida. Y que cuando esta fase alcista se interrumpe, sucede exclusivamente por la negligencia de un gobierno que dilapida el capital acumulado.

Los ciclos están en el ADN de la economía. Los académicos -sin distinción de escuelas- se dedican a estudiarlos con pasión genética. Su meta es aplanar su oscilación todo lo posible, y su deseo final es hacerlos predecibles. Pero todavía no lo han logrado.

En su obra "La economía argentina en la segunda mitad del siglo XX", Juan Carlos de Pablo plantea que la intensidad de las fluctuaciones que ha mostrado nuestro país permiten caracterizarlo como "ciclónico", más que cíclico. Una de las evidencias que incluyó es un estudio que elaboraron los economistas Ana María Cerro y Osvaldo Meloni, responsables de construir un indicador para identificar los desvíos ocurridos entre 1823 y 2003. El resultado es notable: 28 crisis en 180 años, de las cuales 17 se ganaron el adjetivo de profundas o muy profundas. Con la excepción de la sufrida tras la gran depresión mundial de 1930, las más graves fueron precedidas por significativos y persistentes déficit fiscales.

El cambio de ciclo interno no siempre es disparado por una alteración en el rumbo de las principales economías del mundo, pero es inevitable concluir que cuando los gobiernos ignoran los efectos de un cambio brusco en el contexto internacional, la coyuntura se torna frágil y la posibilidad de una tormenta doméstica se agiganta. Como bien señala el economista Ricardo Arriazu, uno puede comprobar que cuando EE.UU. empieza a caer, el temblor siempre repercute en esta parte del mundo (ver gráfico).

A esta altura de la historia , hasta es posible hacer un identikit de nuestra crisis económica promedio. Por lo general, el piso se empieza a mover cuando los factores de estabilización se vuelven insostenibles (un congelamiento de precios, una devaluación surgida de la liberación del tipo de cambio, un fuerte incremento de impuestos, una alteración de las condiciones de refinanciación de deuda). Por lo sufrido en los últimos 70 años, sabemos que las estaciones de este tren suelen ser siempre las mismas: sube la inflación; se deterioran la demanda interna y el nivel de actividad; crece el desempleo y disminuye el salario real; cae la recaudación y sube el déficit fiscal.

La mayoría de los cambios de gobierno tiene un efecto balsámico sobre la economía. La confianza y una expectativa positiva incentivan a los particulares a traer fondos al sistema en forma de depósitos (lo que permita multiplicar el otorgamiento de crédito) o reservas (dólares financieros que apuestan a la recuperación de los activos locales). A la par de la mejora de los ingresos tributarios, crecen las demandas atrasadas de gasto público (jubilaciones, subsidios, obras públicas), a las que los gobiernos les cuesta mucho resistir.

Aquí cabe hacer un paréntesis: la gran mayoría de estas decisiones siempre tiene una justificación real: vivimos en un país que arrastra enormes deudas en materia de inversión pública y social. Lo que no puede hacer un funcionario es internarse en el mar del déficit fiscal con la ilusión de que siempre va a encontrar tierra firme (financiamiento) antes de que pierda todas sus fuerzas. Cuando Raúl Alfonsín le pidió a su equipo económico a fines de 1985 que hiciera lo imposible para habilitar un aumento salarial para las fuerzas armadas, les dijo que estaba en juego la recuperación misma de la democracia. Sus colaboradores no pudieron decirle que no a ese argumento. Hubo plata para los militares, pero la rajadura que se abrió en el dique del Plan Austral (agrandada por los previsibles reclamos de más gasto que se sumaron desde otros sectores) nunca pudo ser cerrada y terminó por sumergir las cuentas del Estado hasta hacerlas inmanejables.

Casi todos los gobiernos suelen gozar de una fase alcista. Si se los compara con un automovilista, este ciclo sería equivalente a pasar los semáforos con onda verde. Pero el exceso de confianza incentiva a acelerar más y comienzan a cruzar con luz amarilla. Esta señal siempre dispara alertas tempranas, habitualmente ignoradas o desestimadas con el argumento de que responden a intereses antipopulares. Cuando el gobierno ya no puede parar (porque el tamaño del Estado hace muy difícil la operación de frenado) y ya cruza semáforos en rojo, activa mecanismos de preservación. El argentino común pocas veces se da cuenta de este momento. Pero los inversores profesionales no. La retirada empieza a deteriorar las condiciones financieras hasta que impacta en la coyuntura macroeconómica. Eso fue lo que sucedió en 2001: la salida de u$s 10.000 millones del sistema bancario en el primer semestre del año (que El Cronista consignó entonces como su título principal) fue una reacción preventiva a la debacle que el resto del país sufrió a partir de noviembre de ese año.

Diseñar y gestionar una política económica no es una tarea sencilla, más en un mundo globalizado en el que todo el tiempo hay que lograr armonizar los intereses internos con los del resto del mundo. Pero la raíz de los problemas domésticos está más cerca de la administración del dinero de una familia que de la arquitectura financiera de Wall Street.

A la Argentina le cuesta fijarse reglas, y también le cuesta cumplirlas. Despilfarra en los tiempos de bonanza, y se queda sin ahorros cuando cambia el ciclo. Como lo ha señalado De Pablo en su estudio, "la verdadera restricción presupuestaria no es el equilibro fiscal, sino el límite de endeudamiento del Estado".

Desde 1854, el país tuvo 126 ministros de Economía, poco más de uno por año. Todos eran entendidos en una profesión que idealiza modelos matemáticos, pero que depende en extremo del comportamiento humano. Solo con repasar los últimos 30 años, es fácil comprobar que a la Argentina le sobraron recetas. La que todavía no encontró (y es uno de sus grandes desafíos), es una que le permita tener ciudadanos y gobiernos más responsables.

http://www.cronista.com

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